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ANTONIO MUÑOZ MOLINA
20 MAY 2016 - 13:08 CEST
BABELIA
IDA Y VUELTA

Afrancesados
La cultura se ha vuelto anglosajona. Pero a uno le gusta ser afrancesado, por ejemplo, en la defensa de la igualdad civil o el laicismo
La palabra “afrancesado” no tiene equivalente en francés. El afrancesamiento ha sido una afición o una aspiración española de siglos, cultural y también política, no siempre conectada con alguna realidad francesa, sino más bien con un sueño, un ideal que era el negativo exacto de muchas de las cosas que lamentábamos aquí. El afrancesamiento nació en el siglo XVIII como una querencia por la Ilustración, y duró quizás hasta los años setenta del siglo pasado, ya irreconocible, convertido en moda de radicalismo prochino o de impenetrable jerga filosófica. Me acuerdo de un conocido de entonces abriendo su maleta después de un verano en París, como si abriera el cofre de un tesoro: folletos maoístas, especulaciones de grandes cerebros sobre la Gran Revolución Cultural Proletaria, etcétera; también una revista de resplandecientes mujeres desnudas que se llamaba Lui. Para entonces, la transparencia magnífica y la agudeza irreverente de la lengua francesa que vivificó a nuestros ilustrados se habían desfigurado en palabrería abstrusa que no significaba nada y que era recibida como los dictámenes de un oráculo más sagrado aún por ser inaccesible. Los pisos alquilados de estudiantes de izquierdas con aspiraciones intelectuales olían a aceite de girasol y a humo de tabaco negro, y contaban con estanterías hechas de tablas y ladrillos en los que no faltaban nunca las traducciones del francés publicadas por Siglo XXI: Althusser, Nicos Poulantzas, Deleuze.

Quizá mi generación fue la primera que se desentendió en mucho tiempo de la hegemonía cultural francesa
Me compré un libro de Deleuze porque trataba de Proust y no entendí ni una sola palabra. Compré otro de pavoroso espesor de Poulantzas y se lo cambié rápidamente y con algo de remordimiento a un amigo por un volumen de cuentos de Kafka. De aquellas abstracciones filosóficas que adornaban una apología permanente del totalitarismo a mí no me salvó una lucidez que no tenía. Lo que me salvó fue la pereza, la pura desgana de esforzarme en descifrar conceptos oscuros que se correspondían tan poco con cualquier hecho de la realidad como las especulaciones teológicas del siglo IV sobre la naturaleza humana o divina de Cristo o el enigma del Espíritu Santo.

Quizá mi generación fue la primera que se desentendió en mucho tiempo de la hegemonía cultural francesa. Por culpa de Julio Cortázar, o gracias a él, habíamos imaginado París como un escenario de bohemia intelectual y existencial más que de compromiso político. Había que ir por París con un cigarro en la boca y con las solapas del chaquetón subidas buscando a la célebre Maga —el nombre ya se las traía—, y que discutir sobre jazz con pedantería y erudición sentados en el suelo, junto al tocadiscos. Botellas vacías de vino con velas encendidas eran elementos de decoración opcionales.

Más tentadoras que la Maga me resultaban las mujeres espigadas y flexibles de las películas de la nouvelle vague que irrumpían de vez en cuando, sin aviso ni justificación, en los cines rancios de Úbeda. No creo que nadie haya retratado nunca el amor masculino por las mujeres con más delicadeza que François Truffaut. Las inquietudes eróticas formaban parte de un vago impulso de emancipación política, de rechazo instintivo de la beatería eclesiástica y franquista. Echábamos una moneda en la máquina de discos del bar y escuchábamos a Serge Gainsbourg y a Jane Birkin susurrando Je t’aime, moi non plus. A pesar de nuestro francés obligatorio, no entendíamos prácticamente nada. Para mayor sobresalto erótico, yo había leído y releía una novela de Jesús Torbado que se titulaba Las corrupciones. Trataba de un seminarista de provincias que abandona los hábitos para lanzarse a una vida de aventuras en autoestop por las carreteras y las capitales de Europa. En los muelles del Sena bebe vino tinto y escucha música de guitarras entre cuadrillas de hippies y se acuesta con todo tipo de liberadas extranjeras.

Pero nuestra cultura estaba dejando de ser francesa. En los institutos se enseñaba casi exclusivamente francés, pero el inglés era la lengua de las canciones que nos exaltaban. El francés era disciplinario y escolar como el latín. La música de la libertad estaba cantada en inglés. Escuchábamos las canciones queriendo seguir las letras impresas en las fundas de los elepés. Con la ayuda de un diccionario, las intentábamos rudimentariamente traducir palabra por palabra. No nos hacía falta entender casi nada para celebrar como himnos las canciones que llegaban no desde el otro lado de los Pirineos, sino desde mucho más lejos, desde más allá del Atlántico, desde las costas mitológicas de California. La novela de Torbado nos animaba a escapar hacia el norte, pero cuando un amigo descubrió En el camino, nos hicimos devotos de Jack Kerouac y aprendices de beatniks por las carreteras comarcales de la provincia de Jaén. Berkeley y San Francisco eran nombres más prometedores que París. Pero seguía siendo Radio París la emisora que sintonizábamos cada noche para saber noticias no censuradas sobre España.

La cultura, en las últimas décadas, se ha vuelto anglosajona, o directamente americana, aquí como en todas partes, en lo mejor y en lo peor, en lo singular y valioso y en la generalización de la basura. Pero en algunas cosas de primera importancia a uno le gusta seguir siendo afrancesado. En la defensa de la igualdad civil y el laicismo, por ejemplo; en los ideales prácticos de la instrucción pública y la separación de la Iglesia y el Estado, que en España siguen siendo en gran parte quimeras; en el ejercicio insobornable de la razón ilustrada y la irreverencia crítica, que nació con Montaigne y sigue más vivo y relevante que nunca en cualquier página de Diderot.

Acostumbrado a la claridad y a la concisión del inglés, la prosa intelectual francesa de los últimos tiempos me fatiga muy pronto, aunque no tanto como ese derivado extremo de su opacidad que es la prosa académica americana, tan desdichadamente imitada en español. Pero algunos de mis maestros capitales, de mis escritores más queridos, siguen siendo franceses, ahora más incluso que cuando los descubrí, porque ahora, más que lecturas ocasionales, son hábitos de mi vida, compañías constantes, siempre al alcance de la mano. Nunca me canso de volver a Montaigne o a los diarios y relatos de viajes de Stendhal. A pesar de su naturalidad, la lengua de Montaigne es arcaica, pero la de Stendhal tiene la inmediatez fresca del habla, de la charla vivaz de un amigo. Cuando era muy joven me gustaba aprenderme de memoria estrofas de Baudelaire, pero adonde vuelvo con mayor constancia es a sus ensayos y apuntes en prosa, sus páginas insuperables de crítica de arte, sus divagaciones sobre música, la maestría fragmentaria de El spleen de París, Los paraísos artificiales, Mi corazón al desnudo. El rigor extremo que dieron al verso Baudelaire y Mallarmé se lo dio Flaubert a la prosa narrativa; pero tanto como las exactitudes y la contención de Madame Bovary me gustan los desbordamientos verbales a los que se entregaba en sus cartas. En Proust uno se sumerge con plena felicidad durante largas temporadas. Marguerite Duras te mantiene en vilo durante las dos o tres horas de una tarde sin sosiego. Después de dar muchas vueltas, me sigue gustando quedarme de vez en cuando a vivir en la lengua francesa.

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